miércoles, 31 de agosto de 2011

Eterno otoño


De repente me encontraba ahí sentado, en el banco de la plaza, solo. No era muy tarde pero estaba oscureciendo, pues en otoño los días son más cortos. Poco a poco la calle fue quedando desierta. Mientras más tarde se hacía menos gente circulaba, hasta ver solamente alguna que otra alma solitaria. Los faroles de la plaza ya se habían encendido, pintando de un tono amarillento a todo lo que los rodeaba; arboles, asfalto, bancos, y a mí. El viento comenzaba a soplar más fuerte, llevándose consigo a las hojas secas que tomaban vuelo y me rodeaban. Y yo seguía ahí, sentado en el banco de la plaza, solo.

No sé cuánto tiempo llevaba sentado ahí, las horas podían pasar fugaces, así también como hacerse eternas desde que ella no estaba. Ya tenía los ojos cansados, y el resto del cuerpo también. Llorar, no quería hacerlo más. Mis amigos me decían que ya no lo hiciera, que así no lograría nada, que así no haría que regresara.

Mi vista estaba perdida, cuando sentí que alguien se me acercaba. Volví a mí y estaba mirando el movimiento de los árboles y como sus ramas chocaban entre sí. Quien se me acercaba, quedando al descubierto bajo la luz de un farol cercano, era un linyera que solía merodear aquella plaza. Seguramente me habría reconocido por los paseos que daba junto a ella, tardes y tardes caminando agarrados de las manos.

-¿Qué le pasa muchacho? ¿Dónde está su enamorada? – dijo acercándose hacía mí y luego tomó asiento a mi lado. 
-No lo sé… no sé a dónde pueda estar, pero sí sé que muy lejos.
-¿Y que hace acá sentado sin hacer nada? ¿La quiere realmente?
-Claro que la quiero, ¿por qué habría de cambiar lo que yo siento por ella?
-Entonces, si usted la quiere de verdad, ¿qué es lo que le impide no tenerla, no estar a su lado? Digo, en lugar de estar aquí sentado solo, con el frío que hace.

Recuerdo que luego de haber escuchado esas palabras, me quedé en silencio unos minutos. Él me miraba fijo, hasta que cansado de esperar una respuesta se paró y siguió su camino. Cuando lo perdí de vista, saqué del bolsillo de mi viejo abrigo una navaja.


Evelyn Leguizamón

martes, 30 de agosto de 2011

En la vereda de enfrente

Me asomé a la ventana y aburrido comencé a lanzar papelitos hacia abajo para ver como el viento manejaba el destino de cada uno. Como los hacía danzar, subir y bajar, como giraban en ese último baile. En ese momento comprendí que era mejor no saltar. Abrí unos cajones y busqué los cigarros que hacía ya meses había guardado. Encendí uno y volví a acercarme a la ventana. La melancolía aún rondaba en mi cabeza, la tristeza, las ganas de nada. Ya nada había, ya nada quedaba. ¿Cómo seguir?, me pregunté mil veces hasta que me perdí entre mis pensamientos y me distraje mirando por la ventana.

Era una noche fría de invierno, hacía unas horas había oscurecido. Autos que pasaban, gente que apurada caminaba y se metía en sus casas como escapándole al frío. A lo lejos divisé a un gato negro, lo distinguí porque unos perros comenzaron a ladrarle, pero el gato continuó en su andar, indiferente como si no los hubiera escuchado. Se paró justo delante de la puerta de la casa de enfrente, cuando ésta de repente se abrió. De adentro salió un hombre que me resulto un tanto extraño, era alto, con una expresión algo rara en su rostro, tenía un no sé qué que me llamó la atención. En ese mismo instante un automóvil se estacionó delante de él, como si todo hubiera estado planeado. Del vehículo bajaron tres personas, dos de ellas se dirigieron a la parte trasera del coche, y la tercera entró directamente a la casa. Pude ver que esos dos eran hombres, también altos, serios, vestidos de negro y compartían los mismos rasgos que el anterior. En la casa había entrado una mujer, lo único que llegue a ver por la velocidad con la que se dirigió fue que era de cabellos largos y rubios. Los tres hombres rápidamente abrieron el baúl y ayudándose entre ellos sacaron de adentro un gran cajón de madera y un ataúd. A todo esto, la calle repentinamente se hallo desierta, no había ni  un alma merodeando por ahí. Todos entraron rápido en la casa, hasta el gato que aprovechó la ocasión.

Me asusté tanto al observar toda esta situación que me eché  hacia atrás. Inmediatamente me dio la sensación de que estaba viendo algo que no debía ver. Apague el último cigarrillo y baje las persianas. Enseguida acudieron a mi mente toda clase de pensamientos; hipótesis, fantasías e historias tratando de justificar lo que acababa de ver. Pero nada logró conformarme por completo, sabía, o al menos tenía la sensación de que algo raro se tramaba allí.

Al día siguiente, cuando al fin la noche llegó me senté delante de la ventana y no quite la vista de la casa. Aquella era una casa antigua como todas las del barrio, pero ésta siempre mantenía sus persianas bajas. Esta vez apagué todas las luces, ya no era nada casual, estaba espiando como  un niño. Esperé y esperé. Hasta que ahí estaban. La puerta se abrió más tarde que el día anterior y salieron a la calle uno de los hombres y la mujer. Estaban mirando hacia el final de la calle. Yo también miré, y vi que otro auto se acercaba. Otra vez un auto negro, pero no era el mismo que ayer, sino que este era un coche fúnebre. De él bajaron los otros dos hombres que faltaban y junto con el otro comenzaron a descargar ataúdes. Era de esperarse en medio de toda esta situación por absurdo que parezca, pero a la vez seguía sorprendiéndome y asustándome. Mi desconcierto había aumentado aún más, en lugar de que se me aclararan las ideas.

Pero después de que mi imaginación volara y regresara me di cuenta de que ya había perdido la emoción. Tal vez se trataba de asuntos ilegales en los cuales mejor no meterse, tal vez algo relacionado con salas velatorias, algo clandestino. Despreocupadamente encendí un cigarrillo y me asomé sobre el borde la ventana. Ya no sentía la necesidad de esconderme, no tenía por qué. Vi como el auto siguió su camino y cuando la mujer ya se había dirigido hacia adentro de la casa, uno de los dos hombres cuando estaba a punto de cerrar la puerta me vio. Fue una especie de cruce de miradas, pero rápidamente intente posar mi vista en otra cosa, simulando tranquilidad y, sobre todo, naturalidad. Pero no pude evitarlo y mire de vuelta hacia la vereda de enfrente. Ahora el que me había visto se lo estaba comunicando a su compañero y entonces ambos me estaban mirando.

Enseguida me invadió el temor y volví a pensar que en verdad no tendría que haber visto todo  lo que había visto, y me sentía más culpable por haber espiado. Inmediatamente apague el cigarrillo y baje las persianas. Por entre los agujeritos seguí mirando. Los dos hombres habían entrado en la casa, pero habían dejado la puerta abierta. Al instante salieron nuevamente junto con la mujer rubia, a las apuradas, casi corriendo. Cerraron la puerta de un golpazo y cruzaron la calle hasta que los perdí de vista. A la milésima de segundos escucho que suena el timbre de mi casa. Me quede absolutamente  petrificado, no podía moverme. Ellos habían venido por mí. No entendía absolutamente nada, pero sí sabía que fuera lo que fuera, no era algo bueno. El timbre no paraba de sonar. Baje las escaleras como pude, me pareció que tarde una eternidad, y me acerque a la puerta. Mire por la mirilla. Eran ellos, no cabía duda.

- ¿Qué quieren? – grité con voz temblorosa, pero cuando quise darme cuenta ya los tenía a los tres dentro de mi casa. Habían pateado la puerta. Tenían una fuerza increíble. No pude hacer nada, más que quedarme parado y mirarlos. Ahora que los tenía de cerca, podía observarlos con más claridad. Tenían rasgos parecidos entre sí, sus caras, poseían de una belleza indescriptible, me causaban repulsión y atracción a la vez. Solamente la mujer se me acerco. Tenía una palidez que hacía resaltar sus ojos color miel. Mientras se me acercaba sus ojos se clavaban en los míos y los míos en los suyos. Había quedado paralizado con su mirada. De pronto un golpe seco me impactó, caí desvanecido y no recuerdo más.

Cuando desperté estaba en el piso frío de mi habitación. Aparentemente todo trataba de una pesadilla demasiado realista. Apenas si estaba oscureciendo. Me levante apresurado, ahora sí quería ver por la ventana con un entusiasmo renovado. Pero cuando me acerqué a la ventana, ya no era la casa de persianas bajas la que estaba enfrente, sino que era la mía. Inmediatamente se me vinieron a la mente imágenes de lo sucedido, todo había sido tan real, tan real como el ardor que sentía. Toque con mis dedos mi cuello y cuando los vi estaban llenos de sangre. La desesperación me dominó. Necesitaba escapar de ahí, acabar con esa horrible pesadilla. Rápidamente subí las persianas y abrí la ventana, en cuando de repente se abrió la puerta de la habitación. La respiración se  me agitaba vertiginosamente, me encontraba fuera de control. Con una risa socarrona que me causo escalofríos entró la mujer rubia. Asustado me arrinconé de espaldas a la ventana.
- ¿Cómo?... no puede ser – dije con los nervios que estaban a punto de estallarme. Dentro mío se disputaban el miedo y el odio.
- Todo puede ser. Vos nos obligaste, no teníamos otra opción.
- Pero no puede ser, yo no quería- dije débilmente y me eche a llorar.
- Yo no quería, yo no quería - repitió con voz burlona entre risas -  A esta altura, ya deberías saber que nadie maneja su propio destino.

La miré con cara de desentendido, pero su belleza, sus ojos rojos me atraían y me desorientaban. Sin embargo me di media vuelta y esta vez sí estaba bien decidido. Así que trepe y salté. Con los ojos cerrados esperé el impacto en ese instante, pero solamente sentí una suave brisa. Aún desde la casa se escuchaban las fuertes carcajadas.


Evelyn Leguizamón

domingo, 28 de agosto de 2011

Mi mejor peoma

Pájaros, flores, violines
yo no se escribir de esas cosas
y vos enloquecerias a cualquier poeta
siendo su musa

Yo ya no soy poeta
solo en amante me converti
dicen que ambos pueden convivir
pero conmigo eso no funciona

Alguna vez escribí
en vos
sobre tu cuerpo
mis mejores versos
deje

Lo que haga ahora
no es escribir ya
es tirar palabras al viento
y que se acomoden azarosamente

Quien pudiera haber visto y decir
más que nosotros
lo que vivimos
no fué menos que poesía

Y ahora no soy poeta
No soy capaz de volver a escribir
con estas manos
que tocaron tu cuerpo alguna vez
y te pertenercieron

De ahora en más
la poesía somos vos y yo,
eso que alguna vez fuimos
lo que quedo escrito en tu cuerpo
y los restos de palabras
que quedaron en mis manos.

Evelyn Leguizamón

Entre tantas cosas

Entre el humo de cigarrillos y tazas sucias de café sobre la mesada, supimos darnos las mejores noches. Entre sillones y películas que querían ser vistas, entre abrazos, besos y sábanas desacomodadas. Era tan divertido reírnos de nuestro secreto y de los mundos que nos inventábamos, ver a la gente que no nos comprendía y burlarnos de ello.

Entre histerias, confesiones y cariños, esas tardes de abril fueron lo mejor para vos, para mí. Y jugando entre las hojas secas del otoño y entre las risas que compartimos a cada momento supimos vivir en ese presente y hacer que esos recuerdos hoy perduren en nuestras memorias.

Entre pasajes, pañuelos y lágrimas recordamos que todo algún día se acaba y que una despedida estaba comenzando. Entre mis brazos te tuve, te tuve y te contuve como que si así lo hiciera no tendría que marcharme nunca jamás, como que si así lo hiciera no existiría nunca un adiós. Hasta que diste media vuelta. Yo también lo hice, y entre lágrimas que brotaban y brotaban y no paraban de rodar hasta golpearse contra el suelo, entre la gente comencé a caminar. Esa misma gente de la que nos habíamos burlado unos días antes, ahora lo hacían conmigo.

Aunque ahora te encuentres tan lejos y distante, a cada momento logro verte entre los recuerdos que guardo, porque seguís estando conmigo, entre canciones, palabras, novelas. Entre mis sueños cada noche, entre cada renglón de cada frase que escribo. Entre tanta locura, tantas fantasías, entre tantos sueños y realidades. Entre tantas otras cosas yo te sigo queriendo.


Evelyn Leguizamón

sábado, 27 de agosto de 2011

Ganamos todos

Observando a la gran ciudad, tratando de respirar un poco de aire de la mañana después de sentir el pecho pesado, me encontraba en el balcón entre el rocío, con una taza de café en la mano, aún descalzo, con la camisa desabrochada y los pelos revueltos.

Me preguntaba qué era lo que nos hacía seguir, que clase de extraña unión, que parecía que funcionaba bajo alguna clase de hechizo se apoderaba de nosotros. ¿Qué dábamos nosotros para seguir? Hasta donde yo sabía, ella era la escritora de los guiones de sus propias películas, que nunca se llegarían a filmar, que terminarían guardados en un cajón entre otras cosas. Y yo era el que no la quería como ella quería (aunque me decía que me acercaba a ello), el que a veces callaba y otras tantas no, el que la confundía, el que algún día, inevitablemente, le mentiría y se iría con la primera que se le cruzara. Sus estrategias de telenovela de media tarde solían ganarme, porque me superaban bastante. 

Pero sé que entre tantas ficciones, hay hechos que son reales. Su pesimismo y mi inseguridad definitivamente no se llevan bien, pero creo nosotros podríamos intentarlo.
En esas guerras que se declaran generalmente por las noches, siempre tiene que haber un perdedor. Y ayer le toco a ella.

A la media hora escuche que se había levantado, así que aún con mi taza en la mano, me asome a la cocina y me apoye sobre el marco de la puerta. Mientras se arreglaba vanamente los cabellos, se hacía una tostada y encendía un cigarrillo, yo solamente la miraba, cuando seria me dirigió la mirada. Se notaba en la escena quien había perdido, y como me gusta ser un buen ganador y disfrutar de mis pocos momentos de gloria, le dije:
-          Te quiero.

Sin embargo aún sigo sin saber que es aquello que nos une. 

Evelyn Leguizamón

jueves, 25 de agosto de 2011

Julia

Julia está triste, se siente sola. Encerrada en su habitación mira pasar las horas. Por las noches ya no duerme. Sus ojos cansados ya no lloran más. A veces se sienta en la cama y se pone a soñar. Imagina que puede volar, añora la libertad. Pero pronto sus sueños se transforman y brutalmente a un abismo cae. Se hunde en la oscuridad. Se pierde en infinitos laberintos.

Los recuerdos acechan constantemente con violencia a su felicidad. La palabra amor le suena extraña. Suele preguntarse quién en el mundo es dichoso de saber lo que es. Julia está dolida. 

En ocasiones apoya su cara en la ventana. A través del vidrio sucio sus ojos observan a la nada, y ve todo lo que necesita ver.  Su corazón se estremece cada día un poco más. Su alma está dolida.

Julia espera. Su esperanza casi inexistente le dice que algún día todo acabará. Su amiga indiscutible la soledad le dice que nunca la abandonará. Julia en silencio grita y nadie escucha.
Un día por fin logrará dormir. Julia sonríe al imaginarse sentir el dulce sabor del fin.

Evelyn Leguizamón

miércoles, 24 de agosto de 2011

Del otro lado

Cuando llego ni hace falta que la busque, siempre está ahí esperándome. Todos los días nos fundimos en un alegre saludo, como dos personas que hace años que no se ven. Y ahí no más comenzamos a marchar. En el camino nos contamos todo lo que vivimos en el día, por más que ambas ya conozcamos esas historias. En ese espacio sin tiempo disfrutamos de la libertad, estando a solas, pudiendo decir y hacer absolutamente todo lo que queramos.

Hay días que son solamente de pura diversión, nos reímos tanto que lloramos y nos descostillamos de la risa. Vivimos fascinantes aventuras, conocemos lugares que nos son desconocidos, hasta otros que ni siquiera existen. Todo es una continua celebración. A veces aparecen otras personas, amigos o desconocidos, da igual. Todos víctimas de un delirio místico, rozando una hermosa locura donde lo único que importa es el sinsentido, la fantasía, un coctel de sentimientos, emociones, lo hermoso y lo terrible.

Y hay otros días en los cuales ella y yo llegamos a ahogarnos del miedo, de la soledad, nos hundimos en la oscuridad absoluta. La sensación de vacío nos llena y nos sentimos vulnerables, protegiéndonos mutuamente de monstruos horribles que intentan acecharnos en las noches más oscuras. A veces nos alcanzan. A veces solo una logra salvarse. Pero sabemos en el fondo que solo es un juego.

Tarde o temprano, al sonar de la alarma, yo me tengo que ir. Siempre nos despedimos rápidamente, de improvisto. Es que nunca sé a qué hora me tengo que ir, hasta llegado el momento. Su mirada se transforma automáticamente con la noticia, por más que no hayan pasado segundos que nos estábamos divirtiendo. Sus ojos entristecen, se angustian. Con la mirada me suplica que no me vaya. No hay tiempo para palabras. 

Yo en cambio le devuelvo una mirada de complicidad y una sonrisa. Ambas sabemos que nos vamos a volver a ver al otro día, como todos los días. Sin embargo me apena dejarla porque sé que cuando me voy se queda sola, sentada en un rincón hasta que yo regrese. Sola. Y así me marcho. Todo se desvanece. Me encantaría quedarme más tiempo. Viviría allí si fuera por mí. Pero en verdad no puedo.

Evelyn Leguizamón

martes, 23 de agosto de 2011

El tiempo de la soledad

El último minuto del día se suicidaba, sin penas ni glorias otro día moría.

 La oscuridad lo arrastraba, se lo llevaba al encuentro con un recuerdo, quizá era el único para ese entonces,  que se desprendía así sin más de su cabeza. Como si nunca hubo estado aferrado con todas las fuerzas en su mente. Pero ahora ya no está, ya se había ido. 

Ella también se había ido, vagamente recordaba la pasada discusión. No sabía si había ocurrido ayer u hoy, hace una semana o hace un año. Igual daba. No tenía tiempo para preocuparse por eso, por tratar de recordar un insignificante detalle. ¿Para qué? Si ella ya no estaba. Había golpeado la puerta al marcharse, y él la habría seguido detrás de sus pasos, pero no lo hizo. Si no hubiera sido por su fanatismo a  las novelas… hubiera creído que estaba en una. Podría haber bajado las escaleras detrás de ella, agarrarle del brazo y suplicarle que regresara, que no volvería a pasar y que la extrañaría si se iba. Pero no lo hizo. Solo se agarro la cabeza y prendió otro cigarro. Se quedo sentado en ese sofá en silencio.

Esa noche a su lado se sentó la soledad. Al principio él no lo había notado, pero con el correr del tiempo se hizo notar más y más. El reloj seguía su curso, siempre en la misma dirección, y él cansado del silencio un día decidió preguntarle a la soledad qué había pasado, por qué, cómo. Se encontraba en pleno desconcierto, dormido con los ojos abiertos, muerto en vida.  Pero ella solo lo miraba fijo y le repetía “ya no está, estás solo ¡ella ya no está!” Con esta respuesta a él solo le quedaba seguir intentando recordar, sentado en ese sillón.

Ya no le quedaban cigarros, la barba y el pelo le habían crecido… el tiempo se había hecho presente. Había entrado sin permiso a su casa y ahora se encontraba sentado frente a él. Cuando lo vio le pregunto: “¿por qué ella ya no está?” a lo que le respondió: “ya es tarde”.

Todos los días a la medianoche el hombre le preguntaba a ambos lo mismo, y siempre recibía las mismas respuestas. Hubo una noche en la que ya no pudo aguantar el desconcierto, la tristeza, la angustia, el dolor, que el tiempo y la soledad quisieron ayudarlo. Cuando el último minuto del día se suicidó, el tiempo se detuvo... al igual que su corazón gris y marchito. Ahora es tarde, él ya no está. 


E.G.L. 

Las partidas

Un rato más tarde distingue a un hombre entrando al bar que inmediatamente le llama la atención. Estaba percibiendo nuevamente esa sensación que había sentido al despertar. Al verlo un escalofrío le recorrió el cuerpo, pero supo que ese tipo era la persona indicada.

El recién llegado llevaba puesto un sobretodo largo a pesar del calor de ese día y un sombrero con el que apenas se le podían ver los ojos. Al entrar se sentó en la mesa que se encontraba delante de él, de manera que lo podía ver sin más frente a frente.

Lo miraba y lo miraba, todavía con ese extraño sentimiento latente, y cada vez estaba más convencido de que esa era la persona que había estado esperando. Luego de vacilar por un instante decide acercase hacia él. Mientras lo hacía, lo miraba fijo a los ojos. Una vez al lado de la mesa el sujeto que se encontraba sentado lo sorprende diciéndole:

-              ¿Qué quiere usted de mí? No entiendo por qué me mira tanto. ¿Acaso me quiere robar? No tengo nada de valor, absolutamente nada. Igual, no me sorprende si usted me quiere robar, o lo que sea – siguió- si todo me sale mal en esta vida.

El otro que seguía de pie frente a la mesa quedó desconcertado por lo que acababa de escuchar. Pensó por la manera en que hablaba de que el hombre ya había tomado unas copas de más. Tomó asiento y luego de un rato dijo:

-       Yo creo que siempre hay una solución para todo.

-       ¿Una solución para todo? ¿De qué me habla hombre? La única solución para mí en este momento sería la muerte.

En ese momento el otro lo miró a los ojos, le agarro por un segundo de las manos, se paró y se retiró del bar. En el mismo instante en el que le tocó las manos, el hombre cayó desvanecido sobre la mesa, muerto.

Evelyn Leguizamón