martes, 30 de agosto de 2011

En la vereda de enfrente

Me asomé a la ventana y aburrido comencé a lanzar papelitos hacia abajo para ver como el viento manejaba el destino de cada uno. Como los hacía danzar, subir y bajar, como giraban en ese último baile. En ese momento comprendí que era mejor no saltar. Abrí unos cajones y busqué los cigarros que hacía ya meses había guardado. Encendí uno y volví a acercarme a la ventana. La melancolía aún rondaba en mi cabeza, la tristeza, las ganas de nada. Ya nada había, ya nada quedaba. ¿Cómo seguir?, me pregunté mil veces hasta que me perdí entre mis pensamientos y me distraje mirando por la ventana.

Era una noche fría de invierno, hacía unas horas había oscurecido. Autos que pasaban, gente que apurada caminaba y se metía en sus casas como escapándole al frío. A lo lejos divisé a un gato negro, lo distinguí porque unos perros comenzaron a ladrarle, pero el gato continuó en su andar, indiferente como si no los hubiera escuchado. Se paró justo delante de la puerta de la casa de enfrente, cuando ésta de repente se abrió. De adentro salió un hombre que me resulto un tanto extraño, era alto, con una expresión algo rara en su rostro, tenía un no sé qué que me llamó la atención. En ese mismo instante un automóvil se estacionó delante de él, como si todo hubiera estado planeado. Del vehículo bajaron tres personas, dos de ellas se dirigieron a la parte trasera del coche, y la tercera entró directamente a la casa. Pude ver que esos dos eran hombres, también altos, serios, vestidos de negro y compartían los mismos rasgos que el anterior. En la casa había entrado una mujer, lo único que llegue a ver por la velocidad con la que se dirigió fue que era de cabellos largos y rubios. Los tres hombres rápidamente abrieron el baúl y ayudándose entre ellos sacaron de adentro un gran cajón de madera y un ataúd. A todo esto, la calle repentinamente se hallo desierta, no había ni  un alma merodeando por ahí. Todos entraron rápido en la casa, hasta el gato que aprovechó la ocasión.

Me asusté tanto al observar toda esta situación que me eché  hacia atrás. Inmediatamente me dio la sensación de que estaba viendo algo que no debía ver. Apague el último cigarrillo y baje las persianas. Enseguida acudieron a mi mente toda clase de pensamientos; hipótesis, fantasías e historias tratando de justificar lo que acababa de ver. Pero nada logró conformarme por completo, sabía, o al menos tenía la sensación de que algo raro se tramaba allí.

Al día siguiente, cuando al fin la noche llegó me senté delante de la ventana y no quite la vista de la casa. Aquella era una casa antigua como todas las del barrio, pero ésta siempre mantenía sus persianas bajas. Esta vez apagué todas las luces, ya no era nada casual, estaba espiando como  un niño. Esperé y esperé. Hasta que ahí estaban. La puerta se abrió más tarde que el día anterior y salieron a la calle uno de los hombres y la mujer. Estaban mirando hacia el final de la calle. Yo también miré, y vi que otro auto se acercaba. Otra vez un auto negro, pero no era el mismo que ayer, sino que este era un coche fúnebre. De él bajaron los otros dos hombres que faltaban y junto con el otro comenzaron a descargar ataúdes. Era de esperarse en medio de toda esta situación por absurdo que parezca, pero a la vez seguía sorprendiéndome y asustándome. Mi desconcierto había aumentado aún más, en lugar de que se me aclararan las ideas.

Pero después de que mi imaginación volara y regresara me di cuenta de que ya había perdido la emoción. Tal vez se trataba de asuntos ilegales en los cuales mejor no meterse, tal vez algo relacionado con salas velatorias, algo clandestino. Despreocupadamente encendí un cigarrillo y me asomé sobre el borde la ventana. Ya no sentía la necesidad de esconderme, no tenía por qué. Vi como el auto siguió su camino y cuando la mujer ya se había dirigido hacia adentro de la casa, uno de los dos hombres cuando estaba a punto de cerrar la puerta me vio. Fue una especie de cruce de miradas, pero rápidamente intente posar mi vista en otra cosa, simulando tranquilidad y, sobre todo, naturalidad. Pero no pude evitarlo y mire de vuelta hacia la vereda de enfrente. Ahora el que me había visto se lo estaba comunicando a su compañero y entonces ambos me estaban mirando.

Enseguida me invadió el temor y volví a pensar que en verdad no tendría que haber visto todo  lo que había visto, y me sentía más culpable por haber espiado. Inmediatamente apague el cigarrillo y baje las persianas. Por entre los agujeritos seguí mirando. Los dos hombres habían entrado en la casa, pero habían dejado la puerta abierta. Al instante salieron nuevamente junto con la mujer rubia, a las apuradas, casi corriendo. Cerraron la puerta de un golpazo y cruzaron la calle hasta que los perdí de vista. A la milésima de segundos escucho que suena el timbre de mi casa. Me quede absolutamente  petrificado, no podía moverme. Ellos habían venido por mí. No entendía absolutamente nada, pero sí sabía que fuera lo que fuera, no era algo bueno. El timbre no paraba de sonar. Baje las escaleras como pude, me pareció que tarde una eternidad, y me acerque a la puerta. Mire por la mirilla. Eran ellos, no cabía duda.

- ¿Qué quieren? – grité con voz temblorosa, pero cuando quise darme cuenta ya los tenía a los tres dentro de mi casa. Habían pateado la puerta. Tenían una fuerza increíble. No pude hacer nada, más que quedarme parado y mirarlos. Ahora que los tenía de cerca, podía observarlos con más claridad. Tenían rasgos parecidos entre sí, sus caras, poseían de una belleza indescriptible, me causaban repulsión y atracción a la vez. Solamente la mujer se me acerco. Tenía una palidez que hacía resaltar sus ojos color miel. Mientras se me acercaba sus ojos se clavaban en los míos y los míos en los suyos. Había quedado paralizado con su mirada. De pronto un golpe seco me impactó, caí desvanecido y no recuerdo más.

Cuando desperté estaba en el piso frío de mi habitación. Aparentemente todo trataba de una pesadilla demasiado realista. Apenas si estaba oscureciendo. Me levante apresurado, ahora sí quería ver por la ventana con un entusiasmo renovado. Pero cuando me acerqué a la ventana, ya no era la casa de persianas bajas la que estaba enfrente, sino que era la mía. Inmediatamente se me vinieron a la mente imágenes de lo sucedido, todo había sido tan real, tan real como el ardor que sentía. Toque con mis dedos mi cuello y cuando los vi estaban llenos de sangre. La desesperación me dominó. Necesitaba escapar de ahí, acabar con esa horrible pesadilla. Rápidamente subí las persianas y abrí la ventana, en cuando de repente se abrió la puerta de la habitación. La respiración se  me agitaba vertiginosamente, me encontraba fuera de control. Con una risa socarrona que me causo escalofríos entró la mujer rubia. Asustado me arrinconé de espaldas a la ventana.
- ¿Cómo?... no puede ser – dije con los nervios que estaban a punto de estallarme. Dentro mío se disputaban el miedo y el odio.
- Todo puede ser. Vos nos obligaste, no teníamos otra opción.
- Pero no puede ser, yo no quería- dije débilmente y me eche a llorar.
- Yo no quería, yo no quería - repitió con voz burlona entre risas -  A esta altura, ya deberías saber que nadie maneja su propio destino.

La miré con cara de desentendido, pero su belleza, sus ojos rojos me atraían y me desorientaban. Sin embargo me di media vuelta y esta vez sí estaba bien decidido. Así que trepe y salté. Con los ojos cerrados esperé el impacto en ese instante, pero solamente sentí una suave brisa. Aún desde la casa se escuchaban las fuertes carcajadas.


Evelyn Leguizamón

1 comentario:

Dieguito dijo...

Genial Cheve, me re cabió.